Hay noches mágicas en el Llantiol donde, aparte de un gran público, me regalan la presencia de una espectadora con una forma preciosa de reírse. Nunca puedo verla por los malditos focos pero escucharla supone que cada uno de mis chistes muera extasiado y que el próximo se engalane anhelando ser recibido como el anterior. Son noches donde uno desea que el monólogo no termine y en las que mi concentración sufre algún que otro arañazo imaginando lo que debe ser poder escucharla a diario. Una fantasía que siempre termina de forma cruel cuando, al despedirme personalmente de los asistentes, soy consciente que ella desfilará de forma anónima entre ellos, sin que me sea posible identificarla para, por un instante, mirarla a los ojos y agradecerle la adorable banda sonora que esa noche ha puesto a mi espectáculo.