Corría 1979 y se estrenaba “Superman” en las pantallas de toda España. Creo que a esa edad ya conocía al personaje de Siegel & Shuster por algún comic, pero lo que me provocó el verdadero interés fue la bestial campaña promocional de la peli. Pese a ello, yo estaba más obsesionado por su look que por sus poderes. Para mí la combinación del rojo sangre con el azul cielo resultaba hipnótica. Superman era puro glamour. Fijaos bien cómo en la peli el personaje aparece siempre impecable como si acabase de salir de la ducha. Christopher Reeve dio vida al primer metrosexual del cine.

Pero vayamos al grano. Y es que mientras los niños de mi edad soñaban con apalancarse un disfraz de Superman, yo andaba preocupado por otra cosa. El coleccionar sus postales y fotos hizo que supiese al dedillo todos sus detalles físicos y ahí entró en juego el famoso caracolillo de Reeve. De la noche a la mañana descubrí que sufría una notoria carencia en mi forma de personificar a Superman jugando. Pese a tener el pelo liso, al actor le habían enchufado un rizo de tonadillera. Pues bien, a partir de ese día, el no tener traje de Superman era secundario. El objetivo prioritario era conseguir el maldito rizo. Y dado que mi pelo era también liso, lo tenía crudo. Ni laca, ni gomina, ni espuma. Nada conseguía el efecto deseado por lo que llegué incluso a sugerir a mi madre el probar con cemento (¡hecho real!).

Días después fui con mis padres a un pinar a pasar la tarde y quise hacerme unas fotos como Superman. Aparte de la toalla roja de rigor, quise volver a intentar lo del peinado y salí de casa con parte del flequillo engominado (casi inapreciable en la foto). Yo no tenía ni idea de lo cutre que había quedado pero 25 años después aproveché toda esta historia para diseñar este cartel que habitualmente uso en mis shows.