No puedo sino estar agradecido a todos los hosteleros que me han llamado alguna vez para actuar en su local así como, en la mayoría de las veces, del trato que he recibido. Eso quiero que quede claro. Pero en ocasiones también agradecería que se informasen si mi espectáculo encaja con el ambiente de su local o no. Y es que el show del sábado en Murcia fue uno de los “memorables” que tal vez no olvide nunca.

Nada más llegar y ver el tipo de local supe que me iba a comer un marronazo épico e imprescindible de eludir si algún día escribo mi biografía. Imaginaos, a 10 km de la capital muricana, en un restaurante de carretera perdido de la mano de dios, contemplo atónito los carteles de los artistas que han recalado allí: promesas como Javi, Triunfitos como Ginés Antolinos y jamonas como María Bolkam (la de la foto) con sus modelitos de pasarela Cibeles. El auténtico rocanrol de las gasolineras.

Con estas premisas tenía claro que el público que me encontraría esa noche dejaría al serio y exigente de Barcelona a la altura de histéricas groupies. Afortunadamente esa noche no actuaba sólo yo sino que iba a compartir cartel con alguien tan compatible artísticamente conmigo como el cantautor gitano El Taranto y sus rumbas. Monólogos de humor y flamenco sobre el escenario. Un pack artístico tan apasionante como bizarro. Por si fuera poco, me encuentro que la asistencia al  restaurante es nimia. Ese día se decidía la liga de fútbol y apenas hay un 20% de ocupación. El dueño me manda esperar una hora a ver si aquello se arregla algo y como no es así, decidimos empezar.  Antes de hacerlo, me dice que tiene una sintonía para los espectáculos y, de perdidos al río, les digo que vale, que la ponga.

Comienza a sonar aquello y veo que es una auténtica y genuína canción de Revista (¡Os lo prometo!). Y nada, tras unos 3 minutos esperando tras el telón que finalice aquel tema cuan bailarina de Norma Duval, salgo a escena y lo que veo ante mí me hace sentir como Marilyn Manson ante el público de Teresa Rabal. De hecho, no he dicho más de dos frases de presentación y ya noto cómo la mayoría de la gente no tiene ganas de escuchar ni prestar atención sobre lo que hablo. Me siento (y lo estoy) totalmente fuera de lugar. Inconscientemente salta el piloto automático y empiezo a soltar parte del repertorio sin sentir totalmente lo que digo, sin demasiadas ganas, sin alma, tirando únicamente de tablas y deseando que aquel calvario termine pronto.

A los 15 minutos decido que este público tan leído y circunspecto ya me ha visto demasiado y doy paso a mi compañero gitano del que estoy convencido que se va a mover como pez en el agua. Acierto. Entre rumbas, desmedido peloteo al público y chistecillos tipo “Noche de fiesta”, el hombre triunfa y a la media hora se retira. Vuelvo a salir y decido contar los 4 chistes que creo que mejor pudieran encajar con este público de la España franquista. No funcionan mal del todo y vuelvo a dar paso al Taranto, que sube ahora con su simpático percusionista para estar otra media hora entre cantes jondos, guitarreos y palmas.

Me acercan al hotel a las 2 de la mañana y en apenas 6 horas debo levantarme para coger en Murcia el tren que me lleve a Barcelona para actuar en doble función. Y pese a que la actuación no estaba demasiado mal pagada, es una de las noches donde ves que el dinero es lo de menos porque lo que a uno le motiva es hacer reir a la gente, hacerla disfrutar y al día siguiente despertarse con la satisfacción de que la paliza de viaje de casi 10 horas en autocar desde Barcelona ha servido para algo. Y cuando te vuelves sin eso, te vuelves vacío por mucho dinero que te puedan llegar a pagar.