A principios de 2007 tenía que volar a Barcelona cada sábado y cada vez que por la ventanilla del avión comenzaba a divisarla ponía en el iPod esta canción a todo volumen que, mientras la escuchaba y veía sus edificios a vista de pájaro, me hacía sentir como si la ciudad me recibiese dispuesta a dármelo todo.

La historia de esta canción es preciosa. Freddie desde siempre confesó que admiraba a Montserrat Caballé pero jamás solicitó cantar a su lado consciente de que ella nunca aceptaría (¿Montserrat aceptando cantar junto a un excéntrico tipo que salía en leotardos a los conciertos? No way!). Pero Freddie buscó una manera irresistible de pedírselo y ante la concesión de Barcelona como ciudad olímpica se encerró a componer esta verdadera maravilla que sedujo de primeras a la soprano. Un perfecto ejemplo de que cuando la creatividad viene impulsada por la pasión el resultado puede llegar a estar más cercano de lo divino que de lo humano.

Freddie consiguió felizmente su propósito pero, en mi opinión, también que Barcelona esté con él en eterna deuda por haber conseguido que todas las grandes ciudades del mundo sientan celos por no contar con una canción tan hermosa con su nombre.